En «El beso del vampiro» (1988), interpretó a un agente literario neoyorquino que se creía un vampiro inmortal. Su interpretación supuso el nacimiento de la mitología exagerada y kabuki de Cage. Treinta y cinco años más tarde, con ‘Renfield’, Cage interpreta por fin al auténtico, con colmillos sedientos de sangre.
La elección de Cage, el más grande de los engendros, para el papel de Drácula está tan predestinada que casi corre el riesgo de resultar demasiado atrevida. La buena noticia es que, no, es perfecto como Drácula. La mala noticia es que el Drácula de Cage es aquí sólo un papel secundario, haciendo de «Renfield» más un sabroso bocado que un festín satisfactorio.
«Renfield», una comedia de terror rápida y suelta salpicada de sangre de arriba abajo, trata de Renfield intentando liberarse de la temible influencia de Drácula, «una relación destructiva», como Renfield la describe en un grupo de autoayuda.
Se trata de una idea bastante ingeniosa (Robert Kirkman es el autor de la historia) que los realizadores han optado sabiamente por no complicar en exceso. Aunque «Renfield» presenta a un monstruo con crecientes deseos de dominar el mundo y un alarmante número de cabezas humanas que explotan, lo que está en juego en este spinoff de Drácula es poco.
Cage, que regresa al territorio de los grandes estudios tras una década a menudo emocionante y a veces desconcertante en el cine independiente, está, como siempre, totalmente preparado para el momento. El actor, fan incondicional de «Nosferatu» de F.W. Murnau desde hace mucho tiempo, canaliza algunas de las interpretaciones clásicas de Drácula -incluido Bela Lugosi, sobre el que se superpone Cage en un flashback tomado de «Drácula» de 1931- al tiempo que anima al personaje con su propio ritmo cómico y extravagante.