Jeanne empezó a tomar Zepbound, un medicamento para perder peso como el Ozempic, en marzo de 2024. Ella y su marido, Javier, hablaron extensamente conmigo a principios de año sobre cómo se sentían con su cuerpo. Y con el cuerpo del otro. No habían tenido relaciones sexuales desde que Jeanne empezó a tomar el medicamento. Se enfurecieron el uno con el otro.
En una de nuestras entrevistas, Javier describió su desconcierto ante los cambios físicos y emocionales de su esposa, con quien se había casado hacía 15 años. “Le he dicho: ‘No te reconozco. Necesito un mapa’”, me dijo. Pidieron ser identificados por sus segundos nombres porque hablaban abiertamente de temas tan íntimos que muchas parejas no los ventilan, ni siquiera en privado.
Tras la publicación del artículo, me puse en contacto con ellos de vez en cuando. Para ser sincera, no estaba segura de que su matrimonio fuera a sobrevivir. Había sido testigo de la fuerte tensión que existía entre ellos cuando nos sentamos delante de un fuego crepitante en un restaurante mientras discutían si Javier apoyaba sinceramente la decisión de Jeanne de tomar el medicamento. Javier insistía en que sí. A Jeanne le preocupaba que él pensara en privado que ella estaba tomando la salida fácil. El ambiente era explosivo. Como padres de un único hijo, hablaron de divorcio.
En la primavera de 2025, durante una videollamada, noté un acercamiento entre ellos. Jeanne sonreía, su lenguaje corporal era más relajado de lo que yo había visto antes. Dijo que su dinámica “ya no era tan ansiosa y enfadada” como antes. Javier, también sonriente, dijo que su relación “no era tóxica” ni “horrible”. Aún así, dijeron, no habían tenido relaciones sexuales. Ya habían pasado 14 meses.
Adelgazar había afectado a la imagen que Jeanne tenía de sí misma en muchos aspectos. Estaba más sana y más contenta con su aspecto (“¡Viva! Soy una persona pequeña”, dijo). Pero también estaba furiosa con el mundo por la manera en que había juzgado su cuerpo desde que ella tenía 17 años. Y estaba enfadada consigo misma por haber sido siempre tan indulgente: “una persona complaciente”, se decía a sí misma.
Como persona más delgada, encontró la capacidad de decir que no. El fármaco redujo sus ansias de comida y alcohol, pero sus efectos parecían ir mucho más allá. En el trabajo, empezó a hacerse oír. Estableció un toque de queda para las noches de juegos con sus amigos, que solían prolongarse hasta altas horas, con alcohol de por medio. Ahora Jeanne bebía poco e insistía en estar en casa a las 11 p. m.
En el dormitorio, Jeanne se retrajo. Llevaba al menos cinco años sin desear sexo, me dijo. Quizá la culpa fuera de la menopausia. O tal vez fuera el antidepresivo que tomaba. Pero hasta antes de empezar a tomar Zepbound, Jeanne mantenía relaciones sexuales con Javier de todos modos. “Sentía que era mi responsabilidad”, me dijo. De algún modo, el medicamento, o la confianza que le inspiraban sus efectos, le permitían ser honesta. Y poner límites.
Javier quería ser paciente, pero a medida que Jeanne adelgazaba —perdió 27 kilos en el primer año— él se dio cuenta de que no sabía cómo llegar a ella emocionalmente. Para él, la ira de Jeanne parecía “acumulada”.
“Es algo que se ha estado reprimido y, de repente, la represa se rompió y se te viene encima”, dijo. Echaba de menos a la Jeanne de la que se enamoró.
Uno de cada ocho estadounidenses afirma haber utilizado un medicamento como el Ozempic, una revolución en el tratamiento de la obesidad epidémica y la diabetes, así como en la manera en que las personas lucen y se sienten. Pero a pesar del ensordecedor revuelo en torno a los fármacos milagrosos y los debates sobre delgadez y salud, asequibilidad y accesibilidad, Jeanne y Javier observaron que ningún médico les advirtió nunca sobre los cambios drásticos que pueden producirse en las relaciones cuando el cuerpo y la imagen de uno mismo experimentan una transformación radical. Los médicos que recetan estos fármacos suelen advertir a los pacientes sobre el costo y los efectos secundarios físicos —diarrea, estreñimiento, náuseas, vómitos—, pero rara vez hablan de las consecuencias personales, psicológicas o conyugales.
“Hay tanto empeño en que no cambie nada”, dijo Robyn Pashby, psicóloga clínica especializada en cuestiones relacionadas con la pérdida o el aumento de peso. “Cuando una persona cambia, cambia el sistema.Rompe ese contrato tácito”. Jeanne y Javier no tenían ni idea de lo desestabilizador que sería el medicamento para su sentido de sí mismos como pareja. Jeanne le dijo a su médico de cabecera que quería probar el fármaco, y él se lo dio.
“Nunca se me ocurrió preguntarme: ‘Bueno, ¿qué significa esto para nosotros?’”, dijo Javier.
Cuando me puse al día con Jeanne y Javier en noviembre, estaban sentados uno al lado del otro en la videollamada, sonriendo. “Ya no soy virgen”, fue lo primero que anunció Javier. El largo período de sequía había terminado. También tenían otras noticias. Jeanne se había sometido a un lifting de pechos, brazos y abdomen, había perdido 4,5 kilos de piel suelta y se sentía fantástica. Tenía un nuevo trabajo y se iban a vivir a la costa oeste de Estados Unidos, donde estarían más cerca de la familia.
Durante el verano, Jeanne se puso a pensar en lo afortunada que era, me dijo. Había oído hablar de una mujer cuyo marido hacía continuamente comentarios degradantes sobre su cuerpo. “Simplemente, creo, agradecí que él aceptara mi cuerpo sin importar su tamaño”, dijo. Una mañana de septiembre, antes de que empezara la rutina laboral, Jeanne se volvió hacia Javier. “Creo que tenemos un poco de tiempo”, dijo.
Javier no necesitó más estímulo. “Fue como, ¡pum!”, dijo. “Me levanté de la cama, cerré la puerta, me quité la ropa. Fue maravilloso. Jeanne sonrió.
El cuerpo más delgado de Jeanne es nuevo para ambos, y Javier echa de menos la calidez y el confort de su antigua voluptuosidad. “Ahora tengo que apretarla mucho para poder sentir algo”, dijo. “Y entonces, cuando la aprieto, todo se siente…”.
“Huesudo”, intervino Jeanne.
“… un poco huesudo”, dijo Javier.






